Latinoamérica: Libertad de prensa y estado

Garantizar las libertades y derechos de las personas es una obligación del estado, con base en las leyes, la constitución y los tratados internacionales. Si el estado, por acción u omisión, impide a los ciudadanos ejercer efectivamente sus derechos, éste es responsable frente a las víctimas de las violaciones y frente a la comunidad internacional. Una vez denunciada una violación, la carga de la prueba recae siempre en el estado, que deberá demostrar que sus funcionarios no fueron partícipes de la violación. Si el estado con participación o aquiescencia, como ha dicho el máximo tribunal de la región en el pasado, permite que se efectúen violaciones y no hace nada para rectificarlas, es igual de responsable.

En América Latina se ha perdido esta fundamental noción, intelectual, jurídica y política, que yace en el corazón del constitucionalismo. La audiencia de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos del pasado viernes 1 de noviembre lo ilustra con elocuencia. Allí, dos prestigiosos periodistas argentinos, Joaquín Morales Solá y Magdalena Ruiz Guiñazú, describieron su cotidianeidad: escraches—como se los llama en el lunfardo porteño—llevados a cabo desde el aparato del estado o que cuentan con la complicidad del estado. Humillaciones públicas, agresiones físicas en la calle y hasta »juicios éticos y populares» son frecuentemente llevados a cabo por supuestas organizaciones sociales, a menudo frente al propio palacio presidencial, generalmente con la participación de funcionarios del gobierno y luego, inevitablemente, reproducidos en los programas oficialistas de la televisión pública.

El gobierno argentino estaba allí, representado por la figura de la embajadora ante la OEA. En la mañana de la audiencia, la funcionaria ya había hecho su propio escrache a los periodistas en su página de Facebook, acusándolos de ser empleados de grupos corporativos monopólicos que »sólo buscan victimizarse». Ni se le ocurrió pensar que ello constituía una admisión de los cargos en cuestión. Precisamente, la impunidad es un rasgo distintivo del autoritarismo. Luego de las introducciones de rigor, la embajadora no volvió a abrir la boca, delegando en funcionarios de menor jerarquía el descargo del gobierno argentino. El mismo fue previsible, una negación de todo, una larga enumeración de los acuerdos internacionales en derechos humanos que forman parte de la Constitución de 1994, seguido por el razonamiento—falaz, desde un punto de vista lógico—que en tanto el gobierno defiende los derechos humanos activamente, los cargos presentados no podrían ser ciertos.

En esto no puede haber sorpresa. El gobierno de Kirchner, al igual que el llamado progresismo bolivariano—erróneamente llamados populistas—usa métodos fascistas. Emulos criollos de los propagandistas totalitarios de la entreguerra europea, para ellos la calumnia es un hábito, la demonización un ritual, y la estigmatización una simple estrategia política. Un acabado ejemplo del arte de la falsificación ante una impávida audiencia; la reducción del enemigo a uno solo: la prensa.

Lo que sí causó perplejidad, sin embargo, fue que la Comisión, compuesta por juristas expertos en derechos humanos, no hiciera jamás referencia a la obligación indeclinable del Estado Argentino, en la figura del gobierno allí presente, de garantizar la libertad de expresión y la protección y seguridad de los periodistas. Las preguntas de los comisionados fueron mayoritariamente acerca de la distribución de la publicidad del gobierno, si es equitativa, si hay reglas transparentes y demás. Un tema redundante—considerando que los comisionados saben perfectamente que el gobierno argentino no cumple una sentencia de la Corte Suprema al respecto desde 2007—y tal vez banal—dado que por cierto que es menos grave que la seguridad e integridad física de los periodistas allí presentes.

Resultó especialmente revelador escuchar la pregunta formulada desde la Relatoría para la Libertad de Expresión, acerca de que esas manifestaciones contra los periodistas opositores pudieran constituir críticas espontaneas y genuinas de grupos de la sociedad civil, también ejerciendo su derecho a la libertad de expresión. En principio esa pregunta sería comprensible si hubiera ignorancia sobre la realidad argentina, o hasta ingenuidad. Después de la descripción de los periodistas, que explicita la intervención constante del gobierno en esas violaciones de derechos, la pregunta les causó dolor. Pero tal vez se trate de una deficiencia teórica: ¿los camisas negras de la entreguerra europea, también habrían sido grupos sociales expresando su opinión? Cuando el estado crea, protege, coopta, financia o subsidia un grupo, ese grupo deja de ser parte de la sociedad civil. Sin autonomía, es parte del estado.

El sistema interamericano de derechos humanos está así en un limbo político, jurídico y especialmente conceptual. Y bueno, tantos años negociando lo innegociable con los bolivarianos, ya son como un matrimonio de varias décadas. Tanto tiempo conviviendo, terminan con los mismos gestos, los mismos giros idiomáticos; terminan pareciéndose. Y si todo va bien, también terminan perdonándose los defectos, sea ello por amor o por interés.

La tarde de un viernes gris y lluvioso, no podría haber finalizado de peor manera. A la salida de la audiencia, el rumor que circulaba por los pasillos de la OEA era que la Comisión habría resuelto, a puertas cerradas, eliminar a Venezuela del capítulo IV del informe anual, apartado que agrupa a los casos de mayor preocupación. En este matrimonio, los defectos a perdonar son las violaciones a los derechos humanos.

 

 

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Hector E. Schamis es profesor en la Universidad de Georgetown, Washington DC, y miembro del Consejo Académico de CADAL.

Fuente: Publicado originalmente en El País (España), noviembre de 2013