Me ha correspondido, como funcionario público y como embajador, trabajar muy de cerca con diferentes gobiernos de Estados Unidos para construir una agenda común en temas complejos como el de la guerra contra los carteles, simultáneamente buscando ir más allá, trascender ese asunto. Ambos paÃses hoy han logrado un nivel excepcional de colaboración estratégica que supera las condicionalidades unilaterales que, en el pasado, eran el pan de cada dÃa en las relaciones bilaterales.
Esos logros están amenazados por circunstancias endógenas y exógenas. El trasnochado fantasma de la descertificación, de las condicionalidades, de las imposiciones unilaterales, en fin, de la re-narcotización de la agenda bilateral con Estados Unidos, desafortunadamente ronda a Washington y a Bogotá. En diplomacia hay que ponerse en los zapatos del otro. Para los estándares de una administración republicana no es fácil digerir un proceso de paz con un grupo que está listado como terrorista y narcotraficante, acompañado de un inocultable tsunami de cultivos ilÃcitos.
La realidad es que, en ese contexto, los gringos han sido bastante solidarios con el proceso de paz. Sin duda, acabar con una de las amenazas terroristas más antiguas en el continente, rompiendo la alianza ‘fariana’ con Cuba y el régimen de Maduro, coincide con sus intereses estratégicos. Además, Colombia se destaca en la América Latina de hoy como una isla de sensatez. Esas circunstancias son un dinamizador importante para mantener un diálogo fluido, pero empieza a no ser suficiente.
Para evitar un regreso al pasado hay que ser conscientes de que es difÃcil defender un proceso de paz que no sea capaz de generar una sensible disminución en la capacidad instalada de producción de drogas en el paÃs. No es solo por los gringos. Es, ante todo, por nosotros. Colombia no se enfrentó a los narcos y asumió la guerra, a un costo mil veces mayor que cualquier contribución de ayuda externa, porque se lo exigieron. Fue una estrategia de defensa de la democracia.
Ante la desaparición de las Farc como rector de las zonas más complejas en materia de narcocultivos, queda una ‘tabula rasa’ que produce unas rentas criminales, incluso mayores que las del pasado, que nuevos actores pretenden monopolizar. No obstante los esfuerzos inmensos y algunos avances en sustitución voluntaria y forzosa de cultivos ilÃcitos, no se ha logrado realmente cambiar de manera definitiva la tendencia de crecimiento de esa actividad. Las Farc tienen que ayudar mucho más.
El guante de seda que se viene usando –por el Estado– para controlar el fenómeno no es suficiente. Es un tema que exige un mayor despliegue de fuerza y copar militarmente los espacios que hoy se están tomando las disidencias y las bandas. Sin embargo, la principal responsabilidad recae sobre las Farc. Evitar la renarcotización del paÃs y de la relación bilateral con Estados Unidos, paradójicamente, está en sus manos. Los principales paganinis de que no se lograra trancar el tsunami cocalero serÃan las Farc. Y ‘Simón Trinidad’. Les llegó la hora de ser serios. De no resolverse el asunto, el daño colateral podrÃa terminar siendo la viabilidad del proceso de paz.
Dictum. Gracias a que tenemos ahora una FiscalÃa y unos investigadores mucho más eficaces, conocemos por fin el alcance de los tentáculos de la corrupción.
GABRIEL SILVA LUJÃN
Publicado originalmente en El Tiempo (Colombia), el 16 de octubre de 2017