Venezuela: Rodillas quebradas

Por:

Andrés Volpe

En:

El Universal

País:

Columnas

Fecha:

25 de octubre de 2013
No busque por soluciones en este libro
no hay ninguna;
por lo general el hombre moderno no tiene soluciones.
Alexander Herzen

 

Es fácil recordar cómo y por qué comenzó todo. La típica historia de reivindicación social y de suplantación de ideas que ya se tornaban demasiado humanas para ser pensadas como ideales. La revolución bolivariana fue la respuesta a la agonizante socialdemocracia adeca y su contra parte socialcristiana. La vitalidad de nuevas ideas y voces denunciantes sedujeron al espíritu del venezolano. La figura de un Chávez joven en contraposición con un Caldera en traje y viejo era suficiente para excitar al imaginativo popular. La promesa de una democracia revitalizada era el atractivo para los huesos roídos de la República. El concepto de inevitabilidad histórica nos daba una cachetada mañanera.

La revolución bolivariana fue electa para darle una patada a la mesa, pero más profundamente, el cambio era producto de una actitud moralista: un imperativo político-moral. La visión monista de la realidad tomó prevalencia sobre el pensamiento de los entendidos. Venezuela debía ser una unidad fundamental derivada de un propósito universal. Teníamos que finalmente ser-lo-que-siempre-hemos-querido-ser-aunque-jamás-se-entienda-qué-ni-para-qué y para eso debíamos empezar de nuevo. Debíamos traer sangre nueva el vertedero -y si que se ha derramado sangre. Se debía perseguir el ideal que de manera inexorable es consecuencia del pensamiento europeo continental: la firme creencia en valores absolutos que son compatibles uno con el otro, ya que la humanidad necesita tener una fe cierta en la plenitud. Por eso, lo que la revolución bolivariana representaba era la consecuencia innegable del pensamiento de las estructuras totalitarias de Hegel y Marx. El Estado es el único ente que puede alcanzar la plenitud que la humanidad necesita. Es decir, el Estado surge como una necesidad político-moral para satisfacer el deseo de la humanidad por la perfección metafísica. Eso es lo que la revolución ofrecía a los venezolanos: plenitud moral.

Hoy en día este argumento no se cumple. La revolución se ha convertido en el epítome de la perversión moral. El venezolano se ha visto en necesidad de convivir como un ente bárbaro para el cual la supervivencia implica traspasar los juicios morales. Al final, el realismo implica la violación de los ideales. La revolución ha tornado en una fuente de claustrofobia histórica. La aberración moral que representa el gobierno de Nicolás Maduro causa que el venezolano sienta la asfixia que surge de la imposibilidad de seguir avanzando con el ritmo de la humanidad y de la historia. La claustrofobia histórica crea una demanda por liberalización, ilustración y acción espontánea. Esto siempre ha sido indetenible, ya que compone unas de las actitudes intrínsecas del hombre moderno.

No obstante, el contrapeso a esta actitud siempre ha sido la de agorafobia política. Dicho fenómeno es causado por el miedo a la responsabilidad de ser libre y de ser responsable por las actitudes morales que son necesarias para el avance histórico. Ello va desde el miedo a la muerte hasta la necesidad de seguridad. La fe irracional en que la realidad nunca nos quebrará las rodillas.

Más allá de discutir si el venezolano teme ser responsable, se puede afirmar que la actitud político-moral del venezolano no ha cambiado. Se sigue teniendo, quizás con más acentuación ahora, la necesidad de plenitud moral. La revolución ya no sacia este deseo histórico por lo que está condenada a sufrir el mismo destino que sufrió la socialdemocracia adeca y las corrientes socialcristianas. La revolución pasa a ser un periódico de ayer. La claustrofobia histórica creada por la ineptitud de Nicolás Maduro ha detonado la dinamita de la condición humana.

Ahora bien, el desafío es superar la agorafobia política de la oposición. Difícilmente puede afirmarse que la oposición da pasos certeros hacia el cambio político, porque la realidad hace obvia la crisis de ideas. Adicionalmente, ella no representa la plenitud moral que representaba la revolución bolivariana en su comienzo, porque todavía se sigue percibiendo como una continuación de un neo-lo-que-sea del pasado. Quizás la mayor complicación resulta de la imposibilidad de ideológicamente definir qué es la oposición y de la claustrofobia histórica que produce definirse como opositor.

Allí radica la desesperación trágica del venezolano: somos testigos de un escenario en el cual a los ideales se le han quebrado las rodillas y no sabemos con certeza si construir ídolos nuevos o remendar las estatuas de los ídolos caídos.

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@andresvolpe
Publicado originalmente en El Universal (Venezuela), 23 de octubre de 2013