Uruguay: ¿Hacia una democracia autoritaria?

Por:

Hana Fischer

En:

País:

Columnas

Fecha:

4 de octubre de 2011

Si hay algo que caracteriza a América Latina, es el despotismo. Desde sus inicios históricos, primero como colonias españolas y luego como naciones independientes, el autoritarismo  ha sido la forma preponderante de ejercer el poder. Esa manera de gobernar ha tenido diversos rostros: el absolutismo monárquico, el caudillaje, las dictaduras militares (de derecha y de izquierda) y últimamente, democracias en las cuales se mantienen las formas pero se les ha succionado la sustancia.

En el continente sudamericano, hay fuerzas sociales que nos empujan hacia la tiranía y otras, que intentan ponerle coto a la concentración del poder. El absolutismo es una bestia salvaje, que paulatinamente va devorando los derechos, las libertades, las propiedades y finalmente, las existencias de los habitantes. Tiene la habilidad de ir haciéndole de tal modo, que por largo tiempo sus maniobras en pos de ese objetivo pasan desapercibidas. Y cuando la población finalmente despierta de su letargo, los autócratas de turno ya tienen todo el poder (político y económico) en su puño. La consecuencia lógica es que la gente está atemorizada porque sus medios de subsistencia e incluso la propia supervivencia, están a merced de los gobernantes,  razón por la cual, suele ser muy dificultoso el liberarse y encauzar la vida institucional de esa nación.

El único antídoto efictivo contra cualquier forma de despotismo es la fragmentación del poder. Montesquieu indicó que uno de los modos más eficaces para lograrlo, es dividir al poder estatal en tres ramas independientes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial), que se controlen y balanceen mutuamente. Poniendo en práctica esa teoría, el 26 de agosto de 1789 -en los inicios de la Revolución Francesa- los integrantes de la Asamblea Nacional proclamaron, la “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. El punto culminante de ese documento es su artículo 16, donde se expresa que: “Toda sociedad en la cual no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución.”

Como señala Horst Dippel, los principios del constitucionalismo moderno, se originaron en “la pregunta de cómo la libertad individual podría asegurarse permanentemente contra las intervenciones del gobierno, considerando las debilidades de la naturaleza humana”. Se aprovechó la amplia experiencia histórica y política acumulada, para redactar las  Constituciones. Fueron estructuradas con el propósito manifiesto de limitar el poder de las autoridades y por ende, dificultar la tiranía. Y es por ese motivo y no por otro, que son consideradas la “Ley Suprema”.

En este siglo XXI, estamos siendo testigos de la aprobación de seudo “constituciones”,  de normas y medidas presidenciales, cuya finalidad no es la expresada en el párrafo anterior, sino por el contrario, la de concentrar el poder en unas únicas manos. Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua y en cierto grado Argentina, son ejemplos notables de lo anteriormente expresado. En esos países el Parlamento y el Poder Judicial,  en gran medida están a “disposición” del Poder Ejecutivo.

En Uruguay, cuando en 2009  los tupamaros conquistaron en elecciones limpias la presidencia de la república–dado sus antecedentes- hubo mucho temor de que los nuevos gobernantes iniciaran el camino ya descripto. Los ánimos se tranquilizaron cuando en apariencia, no fue así.

Sin embargo, hay varias iniciativas que provienen del propio presidente, José Mujica, que deberían causar preocupación. Son medidas aparentemente inofensivas, pero que soterradamente apuntan hacia una concentración del poder en manos del Ejecutivo. Y eso es grave. No se actúa en forma tan burda como lo están haciendo otros mandatarios del continente, sino que la forma de operar es más sutil.

En las elecciones nacionales de octubre de 2009, los tupamaros fueron el sector más votado dentro de la triunfante izquierda. Sin embargo fue una victoria con sabor a derrota. ¿Por qué? Porque desde 1984 hasta 2004, el Frente Amplio había venido  acumulando en cada elección casi un 10% del total del electorado, hasta ganar en 2004 con mayoría absoluta (50,45% de los votos). Pero cinco años después, en el siguiente acto eleccionario, la votación de la izquierda descendió un par de puntos porcentuales (a 47,96%). Para peor, en los comicios municipales de mayo de 2010, los resultados fueron aun más adversos para los intereses del partido de gobierno.  De las 19 intendencias del país, el Partido Nacional ganó doce (recupera tres, pierde una), el Frente Amplio gana cinco (pierde cuatro, conquista una) y dos son para el Partido Colorado (retiene una, consigue otra). La votación obtenida en esas últimas elecciones,  supuso el mayor retroceso electoral en la historia de la izquierda, tanto desde el punto de vista del caudal de votos obtenidos como por la cantidad de intendencias perdidas.

Y es en ese contexto que debemos analizar algunas de las iniciativas que provienen del presidente.

Poco después de las elecciones municipales, Mujica expresó su voluntad de crear la figura de “delegados presidenciales” en los 19 departamentos. Según lo que anunció en su momento, pretendía nombrar delegados que representarían al presidente en cada departamento, quienes tendrían potestades para coordinar políticas del gobierno central sobre diversos temas como ser educación, salud, transporte, sistema nacional de emergencia y lucha contra la pobreza.

La oposición saltó de inmediato, porque olfateó en el aire los peligros que tal decisión acarreaba (recordemos que hay antecedentes muy frescos en la región de maniobras políticas semejantes). Expresaron que el delegado presidencial disminuiría el papel de los intendentes. El líder colorado Pedro Bordaberry señaló, que se va a crear un “intendente paralelo” que “va a tener tanto o más poder que los intendentes (…) Vemos una intención política de sustituir a quienes eligieron los ciudadanos de los departamentos como sus intendentes, y hasta los alcaldes o concejales, por esa suerte de delegado central”. Por su parte los blancos manifestaron, que ven claramente cuál pretende ser la jugada institucional: debilitar la relevancia de los políticos de la oposición que son populares en el interior del país. Pero lo que a nuestro juicio es lo más trascendental, es lo señalado por el diputado nacionalista Javier García: “Se quiere llevar a los empujones la descentralización, las autonomías de los departamentos y la libertad de cada persona para elegir a quien quiera sin pedirle permiso a nadie y menos al poder central.”

Fueron tantas las protestas, que Mujica decidió dar marcha atrás con su proyecto de tener delegados departamentales, pero aparentemente no, con su propósito de ir centralizando el poder en manos del Ejecutivo. El camino que esta vez eligió, fue utilizar el poder económico del Estado para “tentar” (e incluso coaccionar) a los intendentes,  para que renuncien a sus obligaciones y facultades institucionales. Incluso, deliberadamente, su estrategia estuvo encaminada a negociar directamente con los intendentes, dejando de lado a los partidos políticos. El “anzuelo” fue proponerles que el Ejecutivo aumentaría en un 100% el subsidio que les daría a las intendencias para el pago del alumbrado público (que está a cargo de ellas) y se haría responsable de las  grandes deudas que ellas tienen por ese concepto con UTE ( empresa estatal monopólica de generación y distribución de energía eléctrica). A cambio, se centralizaría en manos del Ejecutivo el cobro de las patentes y multas vehiculares. El proyecto es crear el “Sistema Único de Cobro de Ingresos Vehiculares”, que “tendrá como finalidad realizar todas las acciones y gestiones necesarias para el cobro del tributo de Patente de Rodados de los vehículos automotores empadronados en cualquier departamento de la República, los recargos, multas y moras correspondientes al mismo, así como las multas que pudieran corresponder a los propietarios, poseedores o conductores de dichos vehículos”. También se propone la creación del Fondo Nacional de Unificación del Tributo de Patente de Rodados, que “distribuirá sus recursos entre los gobiernos departamentales”.

El sistema proyectado, centralizará información de todos los departamentos.

Asimismo, se establece que “los gobiernos departamentales que no se adhieran” al plan de Mujica, o “incumplan cualquier elemento de los contratos (…) podrán acceder únicamente a los seis décimos del monto que les corresponda de las partidas establecidas” como contribuciones que la administración central se compromete a aportar regularmente. Y el primer mandatario comunicó, que este sistema “tiene que estar funcionando para [el próximo] enero”.

Como el Ejecutivo no puede obligar a los intendentes a aceptar el acuerdo, planteó  contrapartidas para aquellos que adhieran. Incluso, el jerarca a quien Mujica encargó la implementación del plan reconoció públicamente, que “se encontró un diseño que hace muy gravoso a las intendencias salirse de este sistema, porque el que opta por salirse tiene un castigo muy grande”.

Los intendentes en pleno (esa era otra de las condiciones impuestas por Mujica) aceptaron “condicionados –según expresaron- el acuerdo. La reacción del mandatario fue eufórica. Según afirmó a un allegado, “esto fue un gol de media cancha”.

Nuestra Constitución tiene como función fundamental la de limitar el poder. Para ello, los mecanismos que utiliza son los clásicos: división del poder estatal en tres ramas y la autonomía (tanto política como económica) de las intendencias. Debemos tener siempre presente, que esa es la única forma eficaz – como la experiencia demuestra contundentemente- de preservar los derechos individuales. En función de ello, su artículo 297 establece, que serán los gobiernos departamentales los encargados de decretar y administrar los impuestos, tributos y tasas municipales, incluidos “los impuestos (…) a los vehículos de transporte”.

Un intendente declaró, que “Sabemos bien que a la Constitución acá se la obvia en algunas partes”. Pero igual aceptaron la propuesta de Mujica,  porque era la única forma de llegar a un acuerdo.

A nuestro entender, los intendentes no han logrado vislumbrar cabalmente, los efectos nocivos que tendrá ese proyecto si llega a convertirse en ley. Han aceptado pasar a la irrelevancia política, pero van a seguir figurando como si todavía tuvieran el poder efectivo dentro de sus respectivas localidades. Y esa situación tendrá consecuencias nefastas para ellos. Eso por lo menos, es lo que enseña la historia.

Alexis de Tocqueville realizó una exhaustiva investigación acerca del modo en que las instituciones provinciales funcionaban bajo el absolutismo monárquico. Sus hallazgos son expuestos en su obra “El antiguo Régimen y la Revolución”. Allí señala, que durante la Edad Media las provincias y las ciudades del interior eran gobernadas por los señores feudales. En su área de influencia, ellos eran los que imponían la ley, creaban y cobraban  los tributos. Simultáneamente, en muchas ciudades y aldeas se elegía mediante el voto popular a sus autoridades; las decisiones que concernían a la propia comunidad, eran tomadas en forma democrática. Cuando surgía algún asunto de interés común que los concernía directamente, los habitantes se reunían en asamblea y lo discutían. Luego se actuaba en concordancia con las resoluciones tomadas en conjunto. El señor feudal también participaba en dichas asambleas. Su poder y prestigio eran inmensos, y su autoridad no era cuestionada por nadie.

En Francia con Luis XIV, comenzó el proceso de concentración del poder en manos del rey. Uno de los mecanismos más efectivos que utilizó, fue quitarles poder político tanto a la nobleza feudal como a los habitantes de las ciudades. Todas las decisiones pasaron a ser tomadas por el Consejo Real, formado por el monarca y sus ministros. En cada región había un intendente nombrado por el rey, que tenía un poder ilimitado. Él era el encargado de poner en práctica las resoluciones del Consejo. Sus decretos eran inapelables. A su vez, de los asuntos de menor importancia se encargaban los sub-delegados, también nombrados directamente por el rey. Nada se podía hacer en ninguna comarca (ni siquiera reparar un tejado o cortar una rama que amenazara con herir a alguien) sin el permiso de estos oscuros burócratas. En los hechos, en ninguna provincia, ciudad o aldea se podía mover un dedo, sin antes pedirle autorización al Consejo Real. La administración central pasó a ser el “guardián” de la nación entera.

El poder quedó centralizado en manos del monarca, mediante el mecanismo descripto. Una vez que los señores feudales  fueron despojados de todo poder político real – y prestemos atención, sólo entonces- sus privilegios y prerrogativas pasaron a ser vistos como intolerables e injustificados por la población. Cuando un problema comunal no era resuelto, todas las culpas se las llevaba el señor feudal, cuando los verdaderos responsables de los desaguisados eran el Consejo, los intendentes y sub-delegados. A su vez, a los habitantes del interior se les permitió seguir eligiendo a sus autoridades y reunirse en asamblea para tratar los asuntos locales. Sin embargo, las resoluciones adoptadas por ellos no eran puestas en práctica jamás. En definitiva, las instituciones medievales que contribuían a proteger la libertad en las provincias, pasaron a ser formas vacías.

Estamos de acuerdo con Tocqueville cuando advierte, que el contraste entre la apariencia de libertad y la real impotencia que el mecanismo descrito encubre, demuestra lo fácil que les resulta a los autócratas, adoptar algunas de las formas de la democracia. Con el agravante, de que sitúa a los oprimidos en el triste papel de ignorar su auténtica condición.

Los uruguayos aun estamos a tiempo de evitar esa indeseable acumulación del poder en manos del Ejecutivo. Pero para ello, debemos despertar de nuestra modorra y manifestar en voz alta y clara nuestro rechazo a que la Constitución, salvaguarda de nuestros derechos y libertades, sea violentada. No debemos permitir que nuestro país –al igual que otros ya lo han hecho en nuestra América-  transite por el sendero, que inevitablemente conduce hacia las democracias autoritarias.